Tener un padre hippy es un recordatorio constante de que la vida, si lenta e improvisada, dos veces vida. 68 años después sigue siendo hippy. Es lo que tiene que tu padre se echara a los mercadillos y las fiestas en el campo en los años ’70, que el carácter hippy queda impreganado.
Es una cura de «en realidad no me hace falta» (los juguetes, el cine, lo que fuere).
Es un resignarse a que cada cual es como es en esta vida, y como dice Alaska «nunca canbiaré»; viva la empatía.
Es un debate constante sobre cómo está organizado todo: política, impuestos, estudios…
Entendeme, tener un padre hippy tiene sus cosas, buenas, malas y regulares. Pero contiene lecciones vitales impagables que se resumen en el valor de apreciar la vida.
En hacer una fiesta porque florecen los almendros.
Brindar por una puesta de sol sublime.
Ir en coches atrotinados sin complejos porque lo importante es que tiene ruedas u volante y te lleva.
Y si no tienes coche, bicicleta . Aunque te la robaran y la reencontraras pintad de rosa meses después y ahora seas el hippy en bicicleta rosa que se lleva todas las miradas de los hombres que pasean por Ses Salines.
Cantar. Bailar. Dormir, mucho. Comer, cuando tienes hambre. Cocinar con lo que haya. Vivir con velas porque no tienes electricidad. Saltar desde las rocas al mar, sin miedo. Quedar a las dos y llegar a las cuatro. Y comer a las cinco una paella que no se sabe si es comida, merienda o cena.
Disfrutar, a tu propio ritmo, y pensar «la vida sigue«. Que la vida, si lenta e improvisada, dos veces vida.
Felicidades papá.
2 respuestas a “Tener un padre hippy ”