Sobran las palabras. Pero es misión imposible, no lo intentéis, no me callo ni en miércoles mudo.
La vida es eso que pasa entre misión imposible y misión imposible.
- Despertarse de un salto, sin susurros, caricias, besos y una rascadita de espalda o unas cosquillas. Imposible salir de la cama sin remolonear (eso es herencia de mi parte, cosas de la vida hippy con nocturnidad y alevosía).
- Surgir entre las sábanas de un modo “normal”… Pero ¿qué es normal?, después de todo. Lo importante es salir del modo que te permita afrontar el día con sonrisas (y sin chichones, a poder ser, que la técnica oruga es increíble de ver pero te mantiene en tensión hasta el final).
- Acoplar los tiempos familiares. A mí siempre me parece que hay que correr más y a ellos que tanta prisa es un agobio.
- Conciliar, sin confesar que son los padres y los abuelos y las extraescolares y los horarios flexibles “paro y luego sigo hasta la hora de la cena” y los malabares entre familias del cole y los relojes para llamar preadolescentes “chicos, no llego al cole que la reunión se ha alargado pero id bajando y merendamos juntos”.
- Llegar a fin de mes sin sobresaltos. Ahora son unas gafas. Mañana vete a saber. “Claro que sí, guapi”… Suma y sigue…
- No tener que discutir o intervenir en una disputa o mediar en una crisis tragicómica griego-romana-apostólica-y-everybody-need-somebody-now o todo junto y revuelto por lo menos una o mil veces al día.
Pero lo que es verdaderamente MISIÓN IMPOSIBLE es no quererlos como vienen, con esa sonrisa de pillos y los “graaaaaciiiaaasss maaamiiii” zalameros cuando quieren conseguir algo. Y lo consiguen, claro, porque soy una blanda (casi siempre) y es misión imposible recuperar el corazón que me robaron nada más entrar en nuestras vidas. “Son dos”. Y entre el susto inicial y el “mire bien la ecografía”, pluf, ya había desaparecido.



