La casita blanca

Crecí en una casita blanca. Sin electricidad ni agua corriente. Pero con un pozo con cubo de aluminio (o hierro?) y una cuerda atada a una polea chirriante, una higuera en la parte trasera, un algarrobo con columpios improvisados y muchos pinos alrededor. Era una casa de campo modesta, pobre incluso, pero era preciosa y nos bastaba con creces porque sus dos habitaciones eran amplias, su cocina comedor tenía un rincón de chimenea al fondo con bancos de obra a los lados donde contar cuentos de barruguets cada noche y al lado tenía la puertecita de madera del horno de pan que era un escondrijo para tesoros fantástico. 

 Vivía en una casa de campo blanca, típica ibicenca, y el cielo era azul intenso, las mañanas olían a pino y las noches eran muy estrelladas, las más estrelladas. Creo que nunca me hizo falta nada más. 

No, no tenía lavabo, ni más ducha que un barreño plantado en medio del patio, aunque a mis hijos lo que de verdad les parece ciencia ficción es que no tuviera televisión. Pero teníamos muchos quinqués de aceite y velas por toda la casa y leer, dibujar o comer bajo su luz trémula lo teñía todo de un color emocionante. 

Crecí en una casita blanca y por la noche la oscuridad me aterrorizaba, imaginaba cientos de ojos en las sombras entre los pinos cuando salía a hacer pipí y me hacía la valiente con mi linterna de pila de petaca. En medio de la noche oscura el silencio del rumor de los árboles me daba miedo y me cubría con la manta hasta taparme la nariz. Todo el mundo sabe que las mantas gruesas y pesadas protegen un montón! Luego amanecía y la luz lo inundaba todo con haces de polvo blanquecino. 

Con las chanclas de plástico transparente con purpurina dorada -esas cangrejeras que te hacían ampollas y llagas bajo el tobillo- íbamos por el camino de tierra a la playa de s’Estanyol. 


Estaba convencida que era nuestra playa. Sus algas amontonadas y secas eran un colchón genial, había cuevas secretas para nuestras aventuras y las sabinas retorcidas creaban pequeñas tiendas de campaña. -Cómo puede ser que aún haya llevado a mi par de dos?-. La playa, os digo, era nuestra. Por eso nos tirábamos de las rocas al mar profundo sin miedo, cuando la playa es tuya no te puede pasar nada malo, no? 


Es posible que lo recuerde todo bonito por el paso del tiempo y porque a penas tenía seis o siete años cuando dejó de ser mi casa de la noche a la mañana -historias tristes de mayores, mejor continuamos-. Supongo que no siempre fue fácil criar en una casa con el cuarto de baño a medio hacer, sin techo y acumulando polvo de la playa cercana. En una casa donde el frigorífico era la alacena en la pared, con sus puertas de cristales rectangulares. Con los perros entrando y saliendo, casi tan asilvestrafos como nosotras, las niñas que jugaban siempre fuera de casa a rescatar la Barbie decapitada por los perros o a subirse a cualquier árbol de los alrededores (y había muchos). 

No sé cómo hubiera sido crecer y ser adolescente bañándome en un barreño o estudiando a la luz de las velas. Sin tele. Sin teléfono. Evidentemente sin ordenador. Habría sido una paria social? Discriminada en el cole? O la líder nata por rara? Quién sabe, quizá ahora sería artesana en mercadillos, diseñadora de moda ad lib, monitora de buceo, chiringuetista o gogó veterana. Quizá veterinaria, payesa, hostelera o astrofísica. La vida toma muchos detorroteros diferentes según decidan a o b o c tus padres en un momento dado, según hagas, según te críes y te rodees y vivas y desvivas. 

Nunca he creido demasiado en lo de «tu futuro te lo construyes tú solo«. Nadie está solo en el mundo, tampoco tú. Tampoco creo en la excusa del destino predeterminado y imposible de cambiar porque lo que ha de ser será. 

Más bien creo que somos un compendio de decisiones ajenas y propias, de errores y aciertos, de ambiciones y frustraciones, de aprendizajes y obstinaciones, de sentimientos y razones, de éxitos y fracasos y de qué hacemos con todo ello. Por eso al final es tan importante tomarse la vida con filosofía. Sonreír, poner al mal tiempo buena cara. Dejarse fluir. -Y sí, hijos míos, sed lo que queráis ser en esta vida, luchad por ello, y si finalmente el camino os lleva por otros derroteros, disfrutadlo, siempre-. 

Yo vivía en una casita blanca. Sin luz, sin agua. Pero eso a mí no me importaba, porque era feliz así. A veces sueño con volver a aquella casita. Quizá me daría pena. O me rompería el corazón. Quizá. Pero seguro, seguro, que sin ella, sin la familia en que crecí, sin mis miedos y experiencias, hoy yo no sería yo, y eso da mucho que pensar. 

Y tu casita blanca, dónde está? Cómo es? Cuéntame, te escucho con los poros de mi piel. 


3 respuestas a “La casita blanca

  1. Yo también me protegía con la manta, que estan homologadas contra cualquier clase de monstruo, pero nunca tuve que salir a hacer pipi al campo (menos mal porque con lo que me impresionaba el campo de noche igual me hubiera meado en la cama más de una vez).
    Me encanta que para los niños lo impresionante sea vivir sin tele, y yo erre que erre en no más de una hora de dispositivos al día. Imagino mi asombro si alguien quisiera regularme la electricidad o el agua corriente e igual estoy haciendo exactamente lo mismo! Nuevos mundos, nuevas costumbres.
    Un saludo
    P.S: Con lo fantástico y poético que te ha quedado el post y me ha salido un comentario cutre pragmático (bueno, hay días y días, y hoy no debe ser el mío)

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    1. Qué dices! Me encanta tu comentario, como siempre. Tomarse la molestia de comentar nunca puede ser cutre!!! Además, interesante reflexión la de las regulaciones… a veces nos empeñamos con algunas cosas que, no sé. Un día te cuento de mi tío, su política no tele, como cedió a la presión y social y porque si cuando tuvimos tele mi madre nos imponía una hora máximo luego la cosa fue otra para mis hermanas pequeñas. Esa, es otra historia. Mil gracias por leerme y mil más por comentar!

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