Hubo un tiempo que nos regalábamos flores. Cada semana aparecía un bonito ramo de margaritas blancas en un rincón de la casa. A veces me las regalabas tú. A veces te las traía yo. Y durante toda la semana las margaritas nos daban los buenos días y las buenas noches, como un recordatorio de que todo iba bien. Un día la vorágine de la cotidianidad nos abrumó tanto que las flores dejaron de llegar. O fueron los niños. Y ese pequeño gesto tan simple y tan nuestro dejo de existir. Hay muchos otros que permanecen, claro, si no la pareja abría quedado irremediablemente absorbida por la construcción de la familia. Pequeños gestos que permanecen y nos salvan, espero, de encontrarnos dentro de quince o veinte años con el nido vacío y un extraño a nuestro lado.
Y de pronto llega mi cumpleaños, uno especial. Y no me regalas joyas ni grandes planes especiales. Me traes flores, margaritas blancas, que presiden el salón en silencio y me recuerdan que la próxima me toca a mí. Sin cumpleaños mediante. Simplemente porque todavía tenemos nuestros gestos en clave que valen muchísimo más que los regalos caros. Cualquier día de estos te regalo flores.