«Tienes demasiadas expectativas… Eres demasiado exigente contigo misma, los niños son felices y sí que hacemos muchas cosas, ahora estamos haciendo cosas«, me dice mi marido con mirada crítica cuando en medio de la excursión le digo que deberíamos apuntarnos a un club excursionista y salir más, hacer más, más, más y más. Su reflexión para en seco mi pensamiento desbocado. Tiene parte de razón, demasiadas expectativas y autoimposiciones de lo que deberíamos hacer, ser, sentir… Me recuerda a aquella vez que mi amiga Loly me dijo algo descorazonada «tú y yo nunca seremos del todo felices, demasiado inconformistas para eso«. Es verdad. Mejoro, progreso adecuadamente, pero a menudo tengo que relajarme y reprenderme a mí misma por estar constantemente pensando que no he viajado, bailado, reído o vivido suficiente. Pero suficiente para qué? Para quién? Hacia dónde?
Estaba disfrutando mucho de nuestra pequeña aventura en familia. Los niños querían perderse en un bosque frondoso y tener una aventura de exploradores y eso hemos hecho.
Las vistas en La Vue des Alpes era fantástica. Una niebla alta cubría las montañas pero dejaba ver el lago de Neuchâtel y el sol reflejándose en él. El camino estaba lleno de hojas secas y doradas que crujían a nuestro paso. El sol calentaba suficiente para que el paseo fuera agradable. Los niños disfrutaban como locos inventando historias y descubriendo aquí un poco de musgo y allá un poco de nieve… La nieve brilla por su ausencia en este invierno raro, pero para ellos encontrar un montoncito era más de lo esperado y todo un logro. Y en medio de tanta felicidad simple me ha venido el ansia de más.
Porqué de pronto ese querer más? Para que mis hijos tengan muchos recuerdos preciosos. Pero no he caído en la cuenta de que ese momento era especial justamente porque no lo hacíamos siempre. Y que estar tranquilos en casa, juntos, también es felicidad.
Es cierto, en realidad tenemos mucha suerte y hacemos muchas cosas. Ayer mismo celebrábamos la Navidad en la fantástica granja de 1627, con todo la familia, disfrutando de nuestra luz cuando estamos juntos.
En esta reflexión estaba cuando hemos ido a visitar a mi abuela. Y mis hijos me han regalado otro momento mágico lleno de la magia de la cotidianeidad. Para ellos el chalet de la bisabuela es como una casa encantada. Una casa con su propio bosque, uno donde los niños pueden perderse solos y explorar y vivir grandes aventuras mientras los mayores toman el té en la casa.
Una casa que cruje cuando caminas y que tiene una buardilla algo oscura y muy llena de telarañas que guarda viejos trastos y juguetes de antaño olvidados. Una buardilla de tesoros y secretos de familia en la que han encontrado una máquina de escribir del siglo pasado, que les han dejado usar! Han sacado marionetas, un cochecito de mimbre de los años 50 con el que hemos jugado tres generaciones, muñecas de trapo, un Gusiluz (!), y varios juguetes increíbles. Imaginad qué gran aventura en casa de la bisabuela. Y es que los mayores a veces olvidamos que no hace falta más, más y más. Basta con vivir y emocionarse con las aventuras cotidianas.