Los vecinos…
Sigo viendo viejas fotos. Son un tesoro con una luz especial… Les hago fotos a las fotos y recuerdo el tema propuesto para el reto de hoy en «febrero sin edulcorantes»: vecinos.
En mi casa los vecinos eran familia. Una familia extensa y cambiante de fronteras difusas.
Estaban los vecinos de la casa de al lado, casi siempre vacía menos en vacaciones. Eran los vecinos fantasma y de pequeñas nos daban entre miedo y ganas de aventurarnos a mirar entre las persianas de madera cerradas a ver si vislumbrábamos otro modo de vida. Si no estaban, los higos y las granadas eran nuestras – no íbamos a dejar perder esos manjares. Hay una ley o escrita sobre aprovechar los frutos de jardines ajenos. Especialmente cuando las ramas cuelgan al otro lado de la valla que separa las casas. Si el limón cae en mi campo, mío es.
Estaban los vecinos del pueblo. A unos pocos kilómetros a pie, estaban ahí si era necesario. Los vecinos de pueblo pequeño siempre han sido un tema peliagudo. A menudo los hijos éramos amigos del cole pero las madres jugaban a gritos con la mirada: las hijas no bautizadas de madres extranjeras divorciadas son como «hijas del diablo», «lesbianas perdidas» – vete a saber porqué-, una «mala influencia», vaya. Menos mal que más allá de las miradas cortas de vista y cargadas de prejuicios había otros vecinos que te acogían con los brazos abiertos en interminables fiestas de pijama.
Estaban los vecinos del mercadillo hippy. Eran como tus compañeros de trabajo de la mesa de al lado. Esos vivían por toda la isla pero eran vecinos de vida al fin y al cabo, y como tales venían cuando se les antojaba a comer sobrasada asada en el fuego. No hacía falta invitación, las puertas de la casa de campo estaban abiertas, siempre, y nunca se sabía muy bien cuantos íbamos a ser un viernes noche para cenar o para dormir.
A lo largo de la vida ha habido vecinos quejosos: que si el ladrido de los perros, que si las fiestas universitarias, que si la música, que si la lavadora… Mi padre sonreía con parsimonia a la payesa que nos echaba mal de ojo cada vez que pasaba con su rebaño de ovejas a ver si la cosa se relajaba por arte de magia. Me da que no funcionaba, llegamos a tener episodios de intento de envenenamiento. Pero sí aprendí que es mejor no enfrentarse: una guerra de vecinos te puede hacer la vida imposible.
Estaban los vecinos itinerantes. Esos que llegaban con mochila y tienda de campaña y que durante un tiempo campaban con nosotros en el día a día. Esos sí eran familia y no los de miradas asesinas.
De vez en cuando éramos nosotros los campistas. Entonces los vecinos eran sonrisas nuevas en un galimatías de otros idiomas. Corríamos de una tienda de campaña a la otra descubriendo otras «casas» porque lo ajeno da siempre mucha curiosidad. Luego nos hicimos mayores y lo de cotillear nos daba más reparo. Pero de pronto alguien te hacía los coros de una canción en la ducha de al lado y esa conexión era la única excusa que te hacía falta para seguir entrando en vidas ajenas como invitado.
A lo largo de la vida hemos tenido innumerables casas con innumerables vecinos. Algunos que nos cuidaban cuando eramos niñas y hacía falta alguien que vigilase a los niños. Otros anónimos hasta el día que necesitabas desesperadamente sal (no, antes no había negocios abiertos en domingo ni el «paki» de la esquina). Estaba el vecino que, resignado, te recogía el correo. Y esa pareja de viejecitos huérfanos de familia que te regaban las plantas a cambio de un café con conversación cualquier tarde aburrida.
Ahora sigo teniendo como filosofía intentar conocer y tratar a los vecinos como parte de mi otra familia, una lejana, útil, necesaria. No los eliges pero están ahí, mejor llevarse bien y poder hacerse favores mutuamente. Y es que los vecinos forman parte de la vida y muchas veces te la mejoran. Qué pena esos países donde no hay relación de vecinos. En mi calle hacemos una cena de vecinos cada año y me parece una tradición preciosa. Siempre está el que se queda clausurado tras sus persianas refunfuñando. Una lástima. Allá ellos. En cualquier caso, en mi casa siempre habrá sal cuando la necesiten.
¿Y tú, qué relación tienes con tus vecinos? ¿Ha cambiado con los años?

La verdad es que estoy muy contenta con los vecinos de mi edificio, y se mantiene esa calidez de saludarnos, preguntarnos cómo estamos y ayudar en lo que haga falta. Es muy bonito. Mi madre de cuenta historias de cuando vivían lejos y los vecinos eran su familia. Y aún mantienen relación con algunos de ellos. ☺️
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Qué bonito tener vecinos que son como la familia escogida.
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