El mercadillo 

Es una algarabía de colores y lenguas, los colgantes de cuero se mezclan con plata, oro, cuerda, barro, vestidos de todas las longitudes y tonos, zapatos, libros de segunda mano en varios idiomas y zumos de fruta recién exprimidos. Huele a polvo, sudor, gente, perfumes y jabones. Los tenderetes entretejen pasillos cubiertos que protegen del sol. El incienso, los aceites de masaje, la hena y músicas del mundo se mezclan también en una cacofonía armoniosa. Sé que hay quién no soporta los mercadillos hippies, pero a mí me ponen de muy buen humor. Soy feliz perdiéndome entre sus calles de telas y mesas abigarradas, mirando, tocando, probando, preguntando, escuchando. 

Con niños, a todo correr, siguiendo un grupo siempre disperso y a ritmos distintos es un agobio, lo concedo, pero dejadme sola o con una buena amiga de la mano sin rumbo fijo, siguiendo el instinto y con un poco de dinero en la cartera para comprarme cualquier vestido bonito, camisa de seda, collar de baratija o corona de flores y seré feliz. No me hace falta más, sólo un mercadillo hippie con encanto, sin prisas, disfrutando paso a paso. Seguro que haber crecido, jugado, vendido y paseado a lo largo de mi vida en ellos tiene algo que ver. Llamémosle el romanticismo del recuerdo. 

Eso sí, por favor, si algún día queréis hacerme feliz y vamos a un mercadillo, dejadme vagar sin prisas aspirando todo el ambiente. El mercadillo es vida, y hay que disfrutarlo dejándose guiar por él o aplazarlo para otra ocasión. Porque como la vida, el mercadillo, o se disfruta con el camino o, desde la barrera, con agobios o con prisas, no vale la pena ni acercarse. 

Fotos propias de Ses Dalies, Ibiza. 


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